Esa era la
entrada de nuestra casa. Una glorieta ensimismada y tímida. Nunca le enseñamos
a socializar porque siempre nos bastó el NOSOTROS. Por un balcón le veía
recorrer con la mirada el amarillo escozor de los campos de colza y
divagantemente suspirar expectante el camino frente a ella.
Cuando nos mudamos,
tenía un aspecto sombrío y detenido, como escarchadamente silente. Nuestra
sonrisa le encontró y tibia casi inmediatamente fue derritiendo la fortaleza que ella misma se
había armado.
En estos días le veo inquieta ,
con la mirada perdida. Creo que su tierra mojada presiente tormentas. Dicen que
las niñas de las tormentas se llevan los amores pálidos, descoloridos por el
tiempo y la rutina.
Juro que mi
acuarela es constante, hasta que le hacen callar sus ganas locas de ser canción
technicolor.
Talvez deba
hacerle caso a su corazonada aunque esto suene descabellado. Marcharme por el
camino de colza a ver si encuentro el sol, como Icaro, ya de una vez, sin tanto
doblar de rodillas.
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